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MATERIAL CLANDESTINO / JUAN DE JUAN

Barcelona 7 sí que era jodida. Ya sé todo eso sobre la animación y los cines y los locales de copas; todo eso que dice la gente sobre que, en el fondo, la Tierra sigue siendo la Tierra. Aunque yo me pregunto qué Tierra. Yo no veo mucha tierra en vivir en una ciudad suspendida dos kilómetros sobre la superficie, encima de otras cinco ciudades suspendidas construidas sobre una ciudad original, allí en la plataforma continental, que ya nadie en sus cabales visita. Mis abuelos contaban que sus abuelos iban a la playa a la Barceloneta. Eso sí que sería una buena vida. Pero luego la Barceloneta se llenó de gente y las calles se volvieron malas calles y, cuando se empezaron a construir casas suspendidas, todos empezamos a querer vivir más arriba, más allá de la violencia, más allá de la polución, más allá. He leído por ahí que la policía lleva años sin pisar Barcelona 1. En realidad ya nadie sabe ni quién vive ahí, ni cómo le va, si se matan entre ellos o tienen epidemias o les han nacido colas peludas al principio del culo. En los bares de Barcelona 2 lo mismo te traspasan la cabeza por toser a destiempo; imagínate si bajaras todavía quinientos metros más, a la puta playa.

Ni mi madre ni mis hermanos ni mis amigos entienden por qué me marché. Pero yo sí, claro. Z-403 es un asteroide amplio, no poroso, tiene mucho espacio libre alrededor que me permite iniciar rutas casi en cualquier dirección sin rodeos, y la Coca-cola viene cada mes y medio a surtir a los expendedores. Los canales holográficos se ven de coña desde que nos pusieron el satélite de comunicaciones en el cuadrante. Tengo incluso vecinos. Seis familias de eslavos que beben demasiado y se pasan media noche de los sábados vomitando y que hablan entre ellos en polemán  para que no me entere; pero, en general, no son mala gente. Y no hay polución, claro. No hay atmósfera. No es tan mal sitio.

Además, para mi trabajo me viene muy bien. Si tienes un puesto de remolque, digamos, en algún punto sobre el valle del Ebro (que, por cierto, el otro día me enteré, viendo el holocanal Nostalgia, que el Ebro era un río), tu destino es pasarte todo el día escaneando las frecuencias de comunicación de tráfico para pillar a algún incauto que se ha quedado sin nitrógeno en medio de alguna aeropista, y entonces, hala, a correr como si llevaras una guindilla en el culo. Porque sabes que igual que tú hay no menos de doce remolcadores que estaban escuchando la misma puta frecuencia a la misma puta hora, incluso de madrugada, y que van para allá echando leches. Así que corres pasando de las aerotrazas y jugándotela a que te vea el radar y te quiten la licencia un par de meses, pero tienes que llegar antes que nadie. La ley PP, la llamamos: el Primero Pilla. He visto auténticas carreras por las vías reservadas, ríete de las competiciones de megalanzaderas. He visto a un tipo dispararle a otro y volatilizarle el generador magnetoiónico y dejarle tirado en medio de la nada, total por llegar antes a un servicio. Joder, si eres remolcador en la Tierra, tienes que ser un auténtico hijo de puta. Aquí, la competencia más cercana está a no menos de tres minutosluz. Puedo hasta hacerme una paja antes de salir a hacer el servicio si me apetece.

Eso hice ayer cuando la emisora crepitó y en la pantalla aparecieron las pulsatorias y, después, el rostro femenino de Lemma. Claro que yo no conocía de nada a Lemma. Para mí, en ese momento, sólo fue una adolescente más (se pintan y se ponen esas arrugas de nanoplastia, pero he atendido a tantos imberbes en mi vida que los calo nada más verlos en la pantalla, aunque llamen desde la otra punta del Sistema) colgada en una noche de marcha. Fue sincera, o sea, idiota. Manda cojones reconocerle a un remolcador que es el único que la ha localizado a menos de media hora a velocidad cuasipunta; a ver qué aliciente iba a tener yo para darme prisa. Sabía que el servicio era mío e, incluso, pensé en mandarla a la mierda. Me llamó a las 31.345 internet. A las 48.000 comenzaba en la tele la final de la Champions y, desde luego, pensaba yo, no habrá negociete capaz de sacarme a mí de mi sofá cuando algo así está pasando. Calculé que me daba tiempo para llegar,  remolcar el spider hasta algún taller cercano y regresar a mi casa a tiempo. Si la clienta se ponía idiota con que tenía que llevármelo a otro sitio más lejano, que la diesen por el culo. Así de fácil. Ventajas de vivir en un sitio barato, sin gran cosa que gastar, y prácticamente sin competencia. En Barcelona 7, si me pilla esa llamada durmiendo, habría tenido que salir sin siquiera subirme los pantalones.

Así que fui allí, al cuadrante 245, a buscar un puñetero spider que había decidido decir hasta aquí hemos llegado. Le pedí al GPS que lo buscase y señalase y, cuando lo tuvo a tiro, puse el piloto automático y eché una cabezadita. Veinte minutos. Cuando la compu de a bordo me despertó, delante de mí tenía la figura del vehículo, suspendido a menos de siete kilómetros de la superficie de Marte. Puta mierda sobre fondo rojo. Chasqueé la lengua. Problemas a la vista, aunque no para mí.

Cuando entré en el spider me recibió la tal Lemma, con cara de angustia, y otros seis adolescentes como ella, tres chicos y tres chicas, babeando. No había que ser muy listo para percibir lo que pasaba. Estaban hasta las cejas de retro. Más drogados en una noche que lo que me he drogado yo en cincuenta años. Claro que esas cosas hoy son legales. Desde que los vehículos tienen las abrazaderas de pantorrilla obligatorias y esos mecanismos que te analizan la sangre y en cuanto te pillan tomado pasan a piloto automático quieras o no, la verdad es que ir drogado por la vida no tiene más consecuencia que las cosas que te pierdes mientras vuelas. O vuelves. Porque es curioso esto del retro. Si me lo hubieran ofrecido cuando era joven, le habría partido la cara al que lo hubiera hecho y resulta que ahora es una diversión. El retro suspende las funciones cerebrales desarrolladas de afuera adentro. Te va dejando sin las habilidades que has aprendido o perfeccionado con los años. Por eso lo llaman retro: tantas más pastillas tomas, más retrocedes en tu aprendizaje. Si te pones hasta las tetas, entonces vuelves a ser el mismo jodido bebé que fuiste. La gente toma retro para olvidar sus putas vidas. Gente que no está contenta consigo mismo. O sea, gente. Un tipo está sentado frente a su ordenador en su oficina y, de repente, se pone a cantar: cinco lobitos tiene la loba, cinco lobitos detrás de una escoba... Ya se ha tomado la pastilla. No aguantaba más.

Aquellos chavales se habían puesto bien. Gateaban y babeaban y apuesto que incluso alguno se lo habría hecho ya encima. La conductora, en cambio, estaba en perfecto uso de razón.

Qué pasa, ¿tú no vuelas?, le dije. La abrazadera me inoculó el antídoto cuando el motor se paró, explicó. Y ahora, claro,  no los aguanto. Así que haz el favor de llevarnos a un taller para que podamos pillar un taxi y seguir la marcha.

Negué con la cabeza. Es la parte que más me gusta de mi trabajo. Imposible, nena. Este spider tiene un Dock Atari. Hace años que ya no se hacen de ésos y los remolques no llevamos el aplicador; pesa un huevo y jamás lo utilizamos. Es imposible acoplar el tirador.

Lemma enrojeció.

Oye, tío. A las 49.000 internet empieza a mediahora cuasipunta de aquí el fiestón más bestial de la década, y nosotros no vamos a perdérnoslo. Te pagaré lo que haga falta, pero vete donde coño te haga falta para conseguir el puto aplicador y llevarnos donde podamos dejar esta chatarra y pillar un
taxi.

En ese punto suelo sacar un cortauñas y me pongo a limpiármelas con parsimonia.

Un poco antes de que comience tu fiesta empieza la final de la Champions en el holocanal de deportes, chata. Y mi culo va a estar sentado frente al televisor a esa hora. Tengo casi que bajar a la Luna para conseguir el aplicador. Y no pienso hacerlo.

El rostro de Lemma se endureció. Pero era una chica lista. Decidió negociar.

Durante los cinco minutos siguientes, se produjo el festival de ofertas. Primero me ofreció retro; yo le contesté que tuve una infancia no demasiado feliz y que, además, guardo más de diez mil pastillas en un cajón de mi garage, por si el cliente se quiere distraer. Luego me ofreció que me quedase con el spider, a lo que yo le contesté que estaría loco si me quisiera quedar con un vehículo que a todas luces no había pasado las tresúltimas inspecciones técnicas, así pues era un multón con propulsores. Luego me dijo que si quería que echásemos un polvo y yo le contesté que para qué; nunca sería mejor que el virtuocanal X, donde lo hago cada noche con la estrella de cine que me apetece y, además, seguro que ella conectaría su inhibidor vaginal.

En un universo donde nada es ilegal, aquella adolescente no tenía nada, absolutamente nada, con que tentarme. Y la hora de volver a casa, al televisor, se acercaba.

De repente, dio un respingo. Me dijo: espera, tengo algo que de verdad te puede interesar. Se fue a la sala contigua y volvió con un papel. Me lo tendió. Era un trozo y en el trozo estaba escrito:


Llega el invierno. Espléndido dictado
me dan las lentas hojas
vestidas de silencio y amarillo.


Un escalofrío me recorrió el espinazo. La miré a los ojos. Lemma sonreía pérfidamente.

Joder, exclamé, con voz apagada. Joder, joder, joder.

Le devolví el papel como si quemara. No, quédatelo, me dijo, sobrada, cachondeándose. Yo no he visto nunca ese papel, balbuceé.

Vale, nunca lo has visto, contestó ella. Pero, aunque nunca lo hayas visto,¿no te tienta saber qué es?

No. Sí. Bueno, sí, pero no. Quiero decir: caer en la tentación de hacer esa pregunta podría suponer descubrir que Lemma era, en realidad, un policía de Antivicio, que sus amigos estaban simulando ser bebés de leche, y que todo era un montaje para pillarme comprando material clandestino. Aunque también podía ser que tenía delante a un auténtico lector de poesía. Uno de esos momentos en la vida en que tienes que tomar una decisión.

Ok, me fío. ¿Qué es?

Ne, dijo Lemma, ru, saboreando las sílabas, da. Jardín de invierno. ¿Quieres saber cómo sigue?

¡No! ¡De ninguna manera! Es decir, sí, pero...

Ella recitó:

Soy un libro de nieve,
una espaciosa mano, una pradera,
un círculo que espera,
pertenezco a la tierra y a su invierno.

Creció el rumor del mundo en el follaje,
ardió después el trigo constelado
por flores rojas como quemaduras,
luego llegó el otoño a establecer...


¡Cállate, me cago en la hostia! ¡El universo tiene audiocontroles sociales por todas partes!

Lemma estaba verdaderamente divertida.

¡No jodas, tío! ¿Dentro de un spider anticuado que utilizan unos adolescentes drogados para irse de marcha? ¡Venga ya!

Me sequé el sudor de la frente. Me hice una herida con el cortauñas. Había olvidado que lo tenía.

Venga, tío, me dijo Lemma con voz meliflua. No me digas que no tienes ganas de leer un papel prohibido como éste, y sacó del bolsillo el poema entero; leí su título en letras grandes, Jardín de invierno. No me digas que no sientes deseos de aprenderte de memoria unos versos que no han podido leer ni 500.000 personas en todo el Sistema.

Me perdí la final de la Champions, claro. Bajé hasta la Luna para pedir prestado un aplicador de Spider 1.1, subí de nuevo hasta Marte, llevé el spider a un área de servicio, lo dejé allí y, ya puestos, acompañé a los chicos hasta su fiesta, sin cobrarles el servicio de taxi. Este gesto me granjeó dos églogas de Garcilaso, además del poema de Neruda.

Los guardé en la caja fuerte de mi garage, mirando a todas partes. Los eslavos hablan todo el día en polemán, para que no les entienda. Ahora me ha dado que pensar si no me estarán vigilando. En un mundo en el que todo ya es legal, un mundo en el que puedes follar, drogarte, beber, lo que quieras, la poesía es la única prohibición. La última frontera. ¿Por qué? Supongo que nadie lo sabe. Las prohibiciones tienen una razón de ser, allá, en la distancia del tiempo, pero con los años acaban por justificarse a sí mismas. En la escuela me lo enseñaron con el mito de Adán y Eva. Eso de que todos los frutos del Paraíso son para ti menos uno. Lee lo que quieras: lee crónicas de fútbol, lee periódicos, lee holoculebrones, pero no poesía. La poesía está prohibida. La poesía, decía una campaña policial hace años, sólo provoca infelicidad.

Quizá Lemma ya me conocía, y yo no lo sabía. Quizá, de alguna forma, había averiguado que me trasladé desde la Tierra por una razón más que por lo difícil que es vivir allí. Quizá sabía que llevo años huyendo. Que Jardín de invierno es el sexto poema de Neruda que meto en mi caja fuerte. Quizá intuyó que mi héroe no es Lenny Kapra, el actor, o Poquinho, el futbolista, sino Juan Durao, el ladrón que idiotizaron hace un par de años y de quien se dice que llegó a tener casi completo el Canto General.

Cada noche, cuando me acuesto en mi cama, siempre pienso: esta vez van a llegar. Incluso a este perdido asteroide. Entonces tengo que levantarme, abrir la caja fuerte, releer. Me duermo más tranquilo, pensando: no hay ni medio millón de personas en todo el Sistema que puedan tener dentro de su cabeza unas ideas como las mías.

© Juan de Juan
Relato inédito para .: la FUNDACION on line :.
Reproducido con permiso del autor

 

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